Caminaba por la calle
como todas las mañanas, Mabel, rumbo a su trabajo sin imaginar que aquel
día un suceso iba a cambiar su vida cotidiana; algo hizo que se diera vuelta y
se detuviera. Ahí estaba –parecía una imagen salida de la nada– en pie
vestía traje negro de corte impecable y un jazmín en el ojal del
saco.
El
hombre pareció mirarla, por un momento los ojos de ambos se cruzaron;
pero se hacía tarde y ella debía seguir su camino... Como era de esperar no
pudo olvidarse de aquel encuentro fortuito. De a ratos sus pensamientos volvían
a aquellos cabellos negros que hacían juego con la piel trigueña, que
enmarcaban unos ojos claros y profundos.
A la mañana siguiente se despertó sobresaltada, con
cierta ansiedad salió con mucho apuro. Caminó deprisa hasta llegar a la
esquina, su mirada lo buscaba ansiosa. Estaba allí, sentado delante de una
vieja mesa, con una taza de café.
Desde
entonces Mabel repitió el ritual. Todos los días esperaba verlo en esa esquina
para desentrañar el misterio que encerraba su mirada fija en un punto
eternamente distante. Nunca había visto unos ojos así, detenidos en el tiempo.
Sería tal vez ella el objeto de su búsqueda perenne. A la noche lo
interrogaba en sueños, pero él permanecía imperturbable en el asiento del bar.
El día había amanecido tormentoso, se levantó
–como siempre– pensando en ese misterioso hombre; se colocó el impermeable,
abrió su paraguas y salió a la calle rápidamente en su búsqueda. Estaba
decidida a detenerlo y hablarle, lo había meditado durante días. Pero se cruzó
con la ausencia; se detuvo un instante y lo buscó ávidamente con la mirada. No
lo encontró. No pudo soportar la ansiedad había planificado el encuentro paso a
paso. Tomó la decisión de averiguarlo, empujó la puerta del bar y se acercó al
mostrador, una señora de unos cincuenta años salió a su encuentro y con
voz dulce le preguntó si necesitaba algo. Ella dudó un instante, pero un
momento después le preguntó sin preámbulos por el hombre que estaba siempre
sentado detrás del vidrio de la esquina. La mujer, con cara de asombro le
preguntó si realmente quería verlo. Ella no supo explicarse, la señora adivinó
sus sentimientos y, condolida, la invitó a pasar hacia el fondo del local.
Ya en la parte trasera el negocio, la mujer señaló al hombre que buscaba en su pose
habitual. Mabel retrocedió sobre sus pasos, un gesto helado paralizó todos sus
movimientos. No, no podía ser, era una confabulación en su contra, tal vez era
un sueño.
La
mirada profunda ahora parecía de plástico. Sintió que la respiración se le cortaba
cuando escuchó que le preguntaba si era ese el hombre al que buscaba. Negó
rotundamente. No podía haberse enamorado de un viejo maniquí, admitirlo era más
cruel de lo que pensaba. Sin contestar salió corriendo del local. Realmente
sobraban las palabras.
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